Capítulo 110
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Celia se giró hacia donde venían los gritos. Allí estaban unos niños de cinco o seis años, armados con pistolas de agua. Rodearon a una mujer hermosa que abrazaba una muñeca y le disparaban agua sin piedad. La mujer, con la mirada perdida, solo apretaba más a su muñeca contra el pecho.
-No le hagan daño a mi hija… -murmuró en voz bajita.
Al ver la escena, Celia les gritó a los niños con tono severo:
-Si siguen molestando a la señora, ¡llamaré a la policía para que los arresten a todos!
Los niños huyeron como ratas. Celia se acercó a la señora y, al extender la mano para ayudarla, su mirada se clavó en el anillo de diamantes que llevaba: era un rubí de color sangre. Había visto este tipo de rubí en la colección de joyas de Marta, por eso estaba segura de que era un rubí auténtico y que valía una fortuna. ¿Por qué una mujer con problemas mentales llevaría algo tan valioso? ¿No temía que se lo robaran?
-Señora, ¿se encuentra bien? —le preguntó con cortesía.
La mujer alzó la cabeza lentamente y, de repente, le agarró la mano a Celia con fuerza.
—¿Eres tú mi hija? ¿Has vuelto a mi lado? Por favor, no vuelvas a abandonarme… Mira, la muñeca se parece mucho a ti, ¿cierto?
Dicho esto, señaló la muñeca con una sonrisa tierna.
-Señora, se ha equivocado de persona. No soy su hija. —Celia intentó explicárselo con suavidad―. ¿Recuerda cómo llegar a casa? ¿Quiere que la lleve a la comisaría?
Al escucharlo, la señora sacudió la cabeza con violencia, abrazando con más fuerza la muñeca.
-¿Casa? No quiero regresar a casa. Allí no está mi niña.
Celia mantenía una sonrisa con paciencia.
-Pero su niña está justo aquí, en sus brazos, ¿no es así? ¿Por qué no la lleva a casa con usted?
-Mi hija… -murmuró la señora y, de pronto, clavó los ojos en Celia-. ¡Tú eres mi niña! Ven a casa conmigo, ¿ de acuerdo?
Celia ya no supo qué debería hacer.
Pues…
En ese momento, un hombre con gafas salió corriendo del hospital.
-¡Señora! -la llamó muy preocupado-. ¿Por qué salió otra vez del pabellón? Si el señor se entera de eso, me descontarán el…
De repente, notó la presencia de Celia y quedó algo sorprendido.
-¿Es usted?
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-¿Me conoce? -Ella parpadeó, confundida.
El hombre se rascó un poco la cabeza.
-Bueno… Fuimos nosotros quienes la llevamos al hospital cuando se desmayó en la calle.
Los ojos de Celia brillaron con sorpresa.
-¡Fue usted quien me salvó!
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-No, no fui yo. Bueno, debería agradecerle a mi jefe. Él fue quien la ayudó. —Sonrió él algo avergonzado.
En ese momento, la señora tiró ligeramente del dobladillo de la blusa de Celia, murmurando:
-Eres mi hija… Regresemos a casa juntas.
El hombre intentó detenerla.
-Señora, se ha equivocado. Ella no es…
-¡Sí ella es! – Insistió ella.
El hombre suspiró y miró a Celia impotente, sintiéndose un poco culpable.
-Perdone. Es que la señora… no está bien de la mente.
Celia le hizo un breve gesto para tranquilizarlo.
-Sé que es una situación especial.
-La señora no quiere venir conmigo… Señorita, ¿podría hacerme un favor?
Aunque dudó un instante, Celia aceptó su petición. Siguió al hombre hasta una habitación privada. En todo el camino, la señora permanecía agarrando el dobladillo su ropa con fuerza, como si tuviera mucho miedo de que ella escapara en cualquier momento. El hombre entró primero en el pabellón para informarlo a su jefe.
-Jefe, ya encontré a la señora.
Cuando Celia cruzó la puerta, sus ojos se encontraron con un hombre de cara hermosa: tenía un aura totalmente diferente a la severidad de César. Sus rasgos eran suaves, con ojos grandes que se inclinaban ligeramente hacia arriba en las esquinas. Celia se perdió en esa cara demasiado bonita y se quedó aturdida por un segundo. La señora la observó con curiosidad.
-Mi niña, ¿por qué te quedas ahí quieta?
Antes de que Celia pudiera explicar, el hombre se les acercó y rodeó los hombros de la señora con un brazo.
-Mamá, te encantan los pasteles de castaña, ¿cierto? Jacob te llevará a comprar uno, ¿qué te parece?-propuso
el caballero.
-Pastel de castañas… -La mujer dudó.
El hombre de las gafas, que se llamaba Jacob Torres, le extendió la mano.
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-Señora, conozco un lugar donde hay pasteles de castañas súper buenos. Vamos a comprarlo, ¿de acuerdo?
La mujer dio dos pasos adelante, pero se volvió hacia Celia, vacilando.
-¿Y mi niña…?
-No se preocupe. A ella también le encantarán los pasteles de castañas. —Jacob la consoló.
Al escucharlo, la señora se fue siguiéndolo alegremente. Celia volvió en sí de inmediato y miró al caballero.
No imaginé que la señora fuera su madre. Jacob me dijo que fue usted quien me ayudó cuando me desmayé en la calle. Parece que el destino nos une.
Tras expresar su gratitud, sacó su teléfono.
-¿Cuánto le debo por el tratamiento? Se lo transfiero ahora.
-No se preocupe. -Le sonrió Ben Rojas con ternura-. Yo la salvé y hoy usted ha ayudado a mi mamá. Ya estamos en paz.
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-Mil gracias por su ayuda. Entonces, me retiro. -Celia aceptó su propuesta.
Pero al dar unos pasos, él la llamó.
-Espere, por favor.
Ella se volvió, confundida.
-¿Algo más?
-¿Podría darme su contacto?
-¿Por qué…?
Él se rio, como disculpándose por la abrupta petición.
-Es por mi mamá. Es la primera vez que muestra su amabilidad con una desconocida. Podría necesitar su ayuda en el futuro. Por supuesto, no sería gratis. Podría pagarle por su tiempo.
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