Capítulo 8
Pasó todo un día esperando, hasta que, por fin, Diego se dignó a contestar. Sofía agarró el teléfono con el corazón acelerado, pensando que con que se acordara, aunque fuera un poquito, ya era ganancia, pero el mensaje la dejó fría.
[Voy a cenar a las 8. Que esté todo listo].
Fue como si le cayera un baldado de agua fría en la cara. Órdenes así le había dado mil veces durante su matrimonio. Técnicamente, sí le contestó, pero era más bien como cuando un jefe envía un memo de rutina. Y lo peor: ni se molestó en responder lo que ella preguntó. Hay que tenerle muy poca consideración a alguien para llegar a ese punto.
En ese momento, Sofía se prometió no hacerse ilusiones con los cumpleaños nunca más. Era un día como cualquier otro, sin nada especial que celebrar. Por eso, la agarró totalmente con la guardia baja cuando Carmen salió con eso de festejarla.
Por dentro estaba que no cabía del asombro, aunque su cara no delataba nada. Solo alcanzó
a murmurar:
-Me conmueves.
-¿Conmoverte? ¡Pero si ni mesa conseguí, carajo! -Carmen sacó las garras como siempre, aunque enseguida se suavizó—. En fin, me lleva… Es mi culpa por no reservar. ¿Pero quién se iba a imaginar? Si aquí siempre hay espacio y hoy a un idiota se le ocurre apartar todo el lugar.
Mientras despotricaba, le pasó una bolsita elegante.
Sofía la agarró, desconcertada.
-¿Qué es?
-Un regalo atrasado de cumple, tómalo. Espérame allá afuera mientras traigo el carro. Conozco un sitio mil veces mejor.
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Sin más ceremonias, Carmen se largó rumbo al estacionamiento.
Sofía la vio alejarse con ese caminar decidido tan característico, y luego revisó la bolsita. Reconoció el logo al instante: era de la joyería donde fueron cuando vendió su argolla. Adentro había una cajita cuadrada chiquita que apostaba a que era algún brazalete o algo por el estilo.
¿O sea que desde ese día Carmen ya tenía planeado de festejarla? Increíble, considerando que en ese momento parecía que ni ganas tenía de comer con ella. Quién diría que era tan
detallista.
La invadió otra oleada de cariño y se le escapó una sonrisa. Hacía tanto que no se sentía así de contenta.
Lástima que le duró un suspiro.
-¡Pasen por acá, señor Villarreal, señorita Herrera, señor Torres!
Apenas había llegado a la acera cuando esos nombres la golpearon. Demasiado familiar todo como para ser casualidad, aunque se resistía a creerlo, pero ahí estaban cuando volteó: Diego y Valentina caminando juntos como en un desfile, con Gabriel y toda la comitiva escoltándolos hacia el restaurante. Hacían una pareja de película, había que admitirlo.
Durante el trayecto, Diego no le quitaba los ojos de encima a Valentina, y había algo en su mirada… una dulzura que Sofía no conocía. Sintió que se le cerraba la garganta y retrocedió sin darse cuenta…
Un tipo en traje que debía ser el gerente corrió a su encuentro.
-Señor Villarreal, está todo tal como ordenó. Los estábamos esperando.
Valentina picó el anzuelo de inmediato.
-¿Qué misterios se traen?
Diego respondió con voz de miel;
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-Paciencia, ya verás.
Pero Valentina no era de las que se quedaban con la duda.
-Gabriel, si este no suelta la sopa, cuéntame tú.
Gabriel no necesitó que se lo pidieran dos veces.
—¡Qué bueno que me preguntas! Me colé antes a espiar y no vas a creer: como Diego sabe que el blanco es tu color, ambientó todo el lugar en esa gama. Te juro que, hasta yo, que soy un bruto, me emocioné.
-Ya párala — Diego lo cortó seco.
Pero Valentina estaba encantada.
-¡No, no! Sigue, está buenísimo.
Gabriel, en su elemento, continuó:
—¡Ah! Y como te encantan los lirios, el muy romántico armó un bouquet él solito. Por si
fuera poco, encargó un collar exclusivo con diseño de lirios. En el mundo no hay otro igual…
Diego quiso pararlo en seco, pero Gabriel venía preparado para la maniobra evasiva. Se echó para un lado y entonces la vio. Se le heló la sangre.
-¿Sofía?