Capítulo 118
La esposa de Felipe, Sara Dorado, era cliente habitual de la tienda con membresía. Las vendedoras, que habían logrado muchas ventas gracias a ella, de inmediato la atendieron con mucho respeto. Primero le sirvieron una taza de café y luego la acomodaron en el sofá.
-Señorita Sánchez, ¿cuánto ganas al mes para permitirte a entrar en una tienda de lujo? -preguntó Sara acariciando su bolso LV con mirada desdeñosa-. Jóvenes como tú no deberían dejarse llevar por la vanidad. Si no tienen el nivel, mejor no fingir. (1)
Celia también se rio.
-Entonces, señora Fernández, ¿no considera el uso del dinero que su esposo obtuvo mediante sobornos como un tipo de vanidad? Me pregunto qué sentiría el señor Felipe Fernández, ahora en prisión, si lo supiera.
-¡Desgraciada! ¡Y aún te atreves a mencionar esto!
El tema hizo saltar a Sara como un resorte.
—Vieja desalmada, si te atreves a gritarle a mi niña, ¡pagarás por ello! -Nieve la fulminó.
—¡Vieja loca! ¿A quién llamas vieja?
Nieve se escondió tras Celia, mirando discretamente a Sara con una sonrisa pícara.
-¿Vieja loca? ¡La vieja loca se enfadó!
—¡Maldita…!
Advertida por las vendedoras, Sara tragó saliva con fuerza para contener la ira, adoptando una expresión de “no vale la pena discutir con locas“.
-Bueno, ¡gente de su calaña siempre se junta! –Se burló Sara.
Celia dio un paso hacia ella, insinuando:
-Exacto. Por eso usted hizo tantas cosas bajo la mesa para ayudar a Sira, ¿no?
Sara se tensó, evitando su mirada instintivamente.
-¿Qué… qué disparate es ese?
Usted sabe mejor que nadie si es un disparate o no. Sobre todo, cuando hablamos de Paco Rivera… Le suena familiar ese nombre, ¿cierto?
La mirada de Celia se clavó en Sara. Cada leve cambio en la cara de Sara delataba que estaba relacionada con todo
eso.
Esta última apretó con fuerza el bolso en sus manos. Al final, Sara alzó la barbilla para negar.
-¿Quién diablo es ese? No lo conozco. ¡Basta con las tonterías!
Dicho esto, se giró hacia las vendedoras y les ordenó:
Capítulo 118
¡Echen a estas basuras de aquí ahora mismo! ¡Me estorban!
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Justo cuando las empleadas se disponían a expulsarlas, Ben entró con sus guardaespaldas y presenció la arrogante actitud de ellas. La expresión del joven caballero se nubló drásticamente.
-¿A quién pretenden echar?
Las vendedoras palidecieron por un mal presentimiento…
-Ben… -Nieve se acercó a su hijo con voz quebrada-. Insultaron a Celia y quieren echarnos de la tienda… ¡Son todas malvadas!
Ben sonrió con ternura para tranquilizarla.
-No temas, mamá. Nadie les hará daño mientras yo esté aquí.
—¡Vaya! ¿Tienen refuerzos? – Sara bufó con desdén-. Joven, no te metas donde no te llaman. Podrías ofender a alguien importante sin saberlo.
Ben mantuvo su sonrisa imperturbable.
—¿Se cree muy importante? Qué graciosa.
-¡Eh…!
-No espero que nadie sin importancia aparezca en la tienda -ordenó Ben y les extendió una tarjeta bancaria a las vendedoras.
Al recibirla, las empleadas se quedaron petrificadas por la sorpresa. ¡Solo los más adinerados tenían este tipo de tarjeta especial!
Sara también se quedó en shock.
-Eso no puede ser… -murmuró con incredulidad.
Tras verificar la tarjeta en el terminal, las vendedoras casi se desmayaron de miedo. Su trabajo era atender con esmero a estas personas adineradas. Tras el entrenamiento, cada vendedora había aprendido de memoria los nombres de sus objetivos de servicio, así como su trasfondo.
En el país, solo cinco personas poseían ese tipo de tarjeta bancaria. César era el único que la tenía en la capital. Pero, la tarjeta en sus manos llevaba otras iniciales distintas… Las letras se leían “BR“… ¡Este joven era el hijo del más rico de la Ciudad de Ficus!
-S–Señor Rojas… Mil disculpas por haberlos ofendido… -balbuceó una de las vendedoras con miedo, devolviéndole la tarjeta con manos temblorosas. Toda su arrogancia de antes se había esfumado.
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